Soy Paula. De una provincia pequeña de Argentina, Misiones. Tengo 28 años.
Me diagnosticaron a los 15-16 años. De Posadas me derivaron a un gran profesional en Buenos Aires, el Dr. Mendez Ribas. Me dio las dos opciones, dilatación y cirugía, pero me recomendó que pruebe con dilatación primero.
También me recomendó asistencia psicológica. Probé dos sesiones y decidí dejarlo cuando el psicólogo, que era hombre, me preguntó: qué es lo que más te molesta del tratamiento?
y yo respondí con lágrimas en los ojos: que es muy trabajoso.
Yo me creía una jovencita muy muy inteligente, y cuando salí de esa consulta pensé: «trabajoso»?.
Si bien ahora sé que esa palabra existe, en su momento me reproché: «me inventé esa palabra para no quedarme callada?, hay miles de cosas que me molestan, y de todas ellas, el tratamiento y lo ‘trabajoso’ que pueda ser es lo que menos me molesta en este momento.»
Me sentí una tonta por escoger esa palabra y decidí no volver.
Ahora entiendo que lo que necesitaba y aún necesito es silencio. Es tiempo para entener, comprender, aceptar lo que siento y me toca vivir, para luego, si me apatece, ponerlo en palabras.
Mis padres me entendieron perfectamente, y ellos se convirtieron en mis asesores y mejores amigos.
Empecé entonces las dilataciones utilizando ‘bujias’ (así las llamaban) de acrílico que las hacían especialmente en una casa especializada en Buenos Aires. Recuerdo ir caminando de la mano con papá a buscarlas, entrar a la tienda, y sentir vergüenza cuando el señor nos la entregaba.
La idea es que a través de la dilatación, consigas una profundidad de unos 9 cms sin intervención quirúrgica. Todo a base de presión y cariño. Aunque en ese momento, diría que es a base de presión y mucha rabia.
Empecé con una bujía finita y fue aumentando de grosor con los meses.
Lo hacía unos 10-20 minutos al día. Me ponía una crema lubricante y otra que servía como anestesia.
La verdad es que no era un trabajo muy agradable, y precisamente por eso, me propuse hacerlo rápido y de forma efectiva. Subía a la habitación de mis padres (ya que compartía habitación con mi hermana melliza), me encerraba con llave, ponía una toalla debajo, prendía la tele y comenzaba.
Recuerdo sentir que era una pared imposible de empujar, sentía rabia y pensaba: «cuanto antes se acaba, mejor».
A veces lloraba, y otras veces, la mayoria, lo hacía con mucha indiferencia, como si estuviese haciendo los deberes.
Muchas chicas me preguntaron si alguna vez me sangró, o cómo saber cuánta presión ejercer. No me sangró, ya que intentaba, a pesar de la rabia, hacerlo con cautela. Al fin de cuentas, es mi cuerpo y no quería lastimarme.
Y así continué.
Hasta que un dia fui a la consulta y el doctor me dijo: ahora, el mejor dilatador es un pene!
Y eso fue lo que busqué. Y te aseguro que lo busqué con mucho ahinco.
Me enamoré de un buen chico cuando tenia unos 17 años. Dolió la primera vez, como a casi todas las mujeres.
Él lo sabía, y fue paciente. Decidí contárselo primero porque yo era la primera en tener miedo, y creí que lo mejor era compartir ese miedo.
Nunca se me cruzó por la cabeza que el me rechazaría por ello. Al contrario. Y siempre pensé: yo soy así, si me quiere, que me quiera así, no puedo ser de otra manera.
Luego de esa relación estuve un tiempo sin relaciones y sin dilatarme, hasta que conocí un chico y lo intentamos, éste no sabía nada porque no había mucha confianza, no pudimos y él supuso que yo era virgen. La relación no siguió después de esa vez. No me sentí mal, solo pensé: qué boludo! él se lo pierde!
Sin embargo retomé las dilataciones un tiempo (se ve que algo me importó…) y de alguna forma creo que me enojé con mi cuerpo y lo culpé por haber ‘fallado’.
Detestaba las dilataciones y recordé las palabras de mi ginecólogo: «el mejor dilatador es un pene».
Y comencé. Me volví una enamoradiza. Conocí mi cuerpo. Y dejé que otros lo conocieran.
También me conocí a mi a través del cuerpo, y permití que otros me conocieran.
Ahora sé que buscaba reconocerme como mujer.
Tuve muchisimas experiencias sexuales. Nunca nadie notó la diferencia.
Podría decir que excepto un par, todas las experiencias fueron fantásticas a su manera. Me crucé con maravillosas personas con quien compartí mi historia. Hablé del tema siempre que me sentí en confianza o intuía que podía tener una perspectiva nueva. La respuesta a «notas algo diferente?» fue siempre la misma: «no».
Me encontré con hermosas personas que me enseñaron que el disfrute de la propia sexualidad no entiende de centímetros y sobre todo, de normas, convenciones ni estándares.
Y ahora, con 28 años, puedo decir que me crucé con mujeres que tienen las mismas preocupaciones que nosotras sin tener MRKH y que buscan, por cualquier medio, ser reconocidas como mujer.
Y al menos yo concluyo que se debe a una cosa: falta de confianza en una misma. Y para tenerla hay que amarse a una misma.
Me van a querer en la medida que yo me quiero.
Me van a aceptar en la medida que yo me acepto.